Al inicio de su pontificado, el Papa Francisco se presentó como el “Papa casi del fin del mundo”. Al concluir su tiempo en el Vaticano, se le puede describir como un verdadero profeta de las periferias. No solo de aquellas regiones marginadas del mundo, sino también de las “periferias existenciales”, como él mismo las llamó: las zonas dolorosas, ocultas y temidas de la condición humana.
Durante sus años como líder de la Iglesia Católica, Francisco viajó a donde pocos Papas habían llegado antes: campos de refugiados, cárceles, zonas de conflicto, tierras indígenas y países empobrecidos. Su opción pastoral fue clara: preferencia por los despreciados, como una respuesta a lo que él mismo afirmaba ser la preferencia de Dios por los más pobres y sufrientes.
Sin embargo, su mensaje no siempre fue comprendido en los centros de poder y riqueza. Francisco insistió en la fraternidad como valor central del cristianismo, aunque reconoció que esta requiere un compromiso explícito con quienes no tienen acceso a ella. Por eso, propuso la misericordia como camino hacia la justicia, y hacia una verdadera convivencia fraterna.
Desde las periferias del mundo, clamó por la paz y el desarme, por el cuidado del planeta y por los pueblos indígenas, a quienes elevó como portadores de una sabiduría ancestral que ha sobrevivido siglos de exclusión.
Uno de los cambios más significativos en su papado fue el impulso a la sinodalidad, es decir, una Iglesia que escucha, dialoga y decide en conjunto, alejándose de los modelos verticales de poder.
Hoy, el Papa Francisco concluye su pontificado, pero su voz no se apaga. Nos deja un legado vivo, presente en sus textos, discursos y videos, y también en el desafío que nos lanza: alzar nuestras propias voces por la misericordia, la justicia y la fraternidad en los lugares donde vivimos.
Recordar a Francisco es imitar su ternura concreta, desde nuestras propias periferias.